Tengo dos
tortugas que llegaron a casa un Día de Reyes –debe hacer ya cinco o seis años–
de la mano de mi hijo con un papel que decía que a falta de nietos bueno eran
las susodichas. Y ahí siguen, creciendo y comiendo, y durante al menos un par
de meses hibernando tranquilamente. Viven de manera, entiendo yo, más o menos
confortable en un espacio preparado al efecto, con doble piscina y césped
artificial, con una rampa antideslizante para que puedan salir a tomar el sol.
Bueno, para qué seguir, si quieres amplía la foto y comprueba por ti mismo que
las tengo en buena estima y consideración, a pesar de los pocos adelantos que
ellas me demuestran. Entiendo que todo se les va en crecer, pero el cerebro no
actúa proporcionalmente.
Cuando les
echo la comida (camarones secados al sol, eso pone en el envase) es cuando me
dedico a observarlas durante buen rato. Tienen un recipiente donde les deposito
la ración diaria. Y su olfato funciona a la perfección porque es tal el
estiramiento del cuello cuando huelen el manjar (de verdad no sé cómo puede
gustarle esa composición con el tufo a pescado podrido que desprende), que parece
que la cabeza quiere desprenderse del resto del cuerpo. Chacho, yo me pregunto
después cómo no les entra una tortícolis aguda. Pero ahí se queda toda su
sapiencia. Les he indicado el camino de evacuación (hay que ser previsor ante
cualquier catástrofe imprevista) unas mil quinientas veces. Que es el mismo que
deberían tomar para alcanzar la comida. Pues no hay manera. Al final, el que se
cansa soy yo y acabo por echarla en el agua y allí se la zampan. Con el
inconveniente que con la ayuda que les brindo, debo limpiar el balde con más
frecuencia de lo habitual.
Estuve a
punto, hace poco, de regalarlas, pero ya se sabe lo que ocurre con los animales
cuando están contigo un tiempo prudencial. Y es que a pesar de creer que son
medias bobas –o medio bobas–, te encariñas con los bichos, y ahí siguen. No
obstante, cuando me enteré de que en la playa realejera de El Socorro hubo el
pasado viernes una suelta de tres ejemplares de un género semejante (bobas),
estoy pensando seriamente hablar con Manolo (el alcalde) y quizás podamos
organizar otra cualquier fin de semana de estos en los que no tenga que
inaugurar una calle en la zona de Los Barros. Por lo pronto estoy echando un
poco de sal en el agua para que se vayan habituando al cambio. Creo que lo
están soportando bastante bien. O lo mismo no se están enterando, las muy
bobas.
El propio
alcalde, Manuel Domínguez, hablaba de "lo reconfortante de llevar a cabo
acciones de este tipo y devolver a animales que han sufrido algún daño a su
hábitat natural". Imagínense entonces lo dichosos que nos sentiríamos
todos cuando llevemos a cabo esta otra, puesto que esta pareja no tiene lesión
alguna y ha vivido desde bien temprana edad en un ambiente desahogado, en un
hogar que le ha dispensado todo tipo de atenciones y en el seno de una familia
bien avenida. Sus depredadores naturales –mis nietos– están vigilados cuando
exploran sus dominios.
En fin, hoy
mismo pasaré por la Avenida de Canarias y solicitaré una entrevista para
comenzar con los trámites de rigor. El único inconveniente que atisbo es que
las susodichas son unas sin papeles. Es como cuando compras un pájaro canario.
Pero no quiero comerme el coco antes de que ocurran las cosas. Lo que no voy a
hacer, si no cuaja esta proposición, es abandonarlas. ¡Ah!, de alcanzar un
entendimiento, les adelanto que invitaré a Wladimiro y así, tal vez,
concretemos todos los asuntos que dejamos pendientes cuando abandonó el cabildo
tinerfeño.
Para el final
he dejado el motivo de adoptar tan drástica postura: la aprobación de los PGE.
Un pensionista no puede disfrutar de dispendios tales. Menos mal que las pobres
no van a notar el cambio. Son como nosotros, sin ir más lejos.
Eres un caso,cuando comienzo a leer,me dije:¡menos mal qué no habló de politicos!¡qué ilusa!mi gozo en un pozo.Por cierto:¿quién te las cuida cuando estas con los colegas del inserso?
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