Me tendré que
modernizar. No me queda más remedio. Después del ‘aperturar’ con el que me
sorprendió el ayuntamiento de Agulo, o, mejor, cierto digital de aquella isla
en una información del citado ayuntamiento y tras la ubicación de elementos
‘atractores’ en las futuras instalaciones del muelle portuense, dispositivos
que irían en la zona terrestre del complejo y con los que el equipo redactor
del proyecto pretende dinamizar el entorno, me veo abocado a la adquisición de
cualquier aparatejo moderno. No puedo seguir por la vida sin la posibilidad de
grabar lo que acontece a mi alrededor. Y darlo a conocer con la inmediatez que
requieren los que viven pendientes de los fisgoneos. ¿Qué alegas, insensato? Se
trata, llana y simplemente, de estar informados. Porque los canales han variado
de manera sustancial con el paso de los años. Y las improntas de bazofias
televisivas, también. Vale, empate a cero.
Ayer venía de
Icod escuchando la radio. La
SER. Como siempre. Tengo un asalariado que me sintoniza la
competencia. Él no es hipertenso. Y nos trasladaba (Juan Carlos Castañeda) las
primeras noticias del derrumbe habido en Los Cristianos. Y me daban norte de
ciertos vídeos que ya circulaban por Internet.
Cuando llegué
a casa, me conecté. A la vieja usanza. Con el ordenador. Burro grande, ande o
no ande. Y sentí lástima y vergüenza ajena. O propia, no sé. No tanto por ser
un incomunicado cuanto por lo que en la pantalla veía y escuchaba. Así que fui
a documentarme un poco:
Esto de la
era del móvil se inicia en nuestro país allá por 1976 con el denominado
teléfono automático en vehículos (TAV). Solo, en aquel entonces, en Madrid y
Barcelona. Desde ese lejano año y hasta 1993 a través de señal analógica y bajo el
monopolio de la
Compañía Telefónica Nacional de España (CTNE). Que pasaría a
la firma Movistar en 1995, cuando arranca el sistema digital. En 1996 hace su
aparición el segundo operador (Airtel) y tres años después un tercero (Amena,
hoy Orange). A partir del 2000, ni te cuento los adelantos habidos. Y los que
restan.
Así que llevo
la friolera de cuatro décadas de mi vida (el 59,70%) sin subirme al carro de
las nuevas tecnologías. Claro, así no encontraba el timbre cuando me subí a una
guagua no ha tanto. Mis recuerdos me conducían a cuando tirábamos de aquella
cuerda hedionda para que sonara la campana. Por lo tanto, ya va siendo hora del
cambio. Debe ser esta la tercera o cuarta promesa al respecto.
A los pocos
minutos del desastre, ya podíamos ver en las redes sociales la magnitud de la
tragedia. Y se sucedían las especulaciones. Nos convertimos en consumados
peritos y descubrimos múltiples causas: unas obras, escape de gas, antigüedad
del inmueble… Intensa nube de polvo, se escuchaban unos gritos, se sucedían los
lamentos, sollozos y ataques de nervios…
Después de que
Telecinco impuso su particular criterio de entretenimiento, hemos tomado unas
derivas que ni emisoras de radio públicas han podido soslayar. Y lo manifiesto
porque tengo conocimiento de que varios vecinos de mi pueblo han cursado sonora
queja al primer teniente de alcalde (¿a quién si no?) por la deriva de la que
fuera nave nodriza. Y hasta aquí puedo leer.
Es tal el
afán de protagonismo y las ansias por alcanzar la fama con un vídeo de quince
segundos que ante cualquier accidente hay primero que dejar constancia en la
memoria gráfica del artilugio antes que pensar en echar una mano a los posibles
afectados. Tanto es así que se prefiere mostrar una pata rota (con tibia y
peroné por fuera, a ser posible) o una buena raja en la frente manando
abundante chorro de sangre antes que mandar el móvil, tableta o lo que fuera a
tomar viento fresco y prestar ayuda a quien lo demanda.
El grado de
insensibilidad ha adquirido tintes alarmantes. Nos hemos idiotizado con los
dichosos aparatitos hasta el punto de perder lo poco que nos restaba de
humanidad. Somos lobos al acecho. Tanto que escuchas una entrevista cuando ocurre
un hecho de estas características y tropiezas con periodistas que parecen
fiscales en un interrogatorio a la espera de que el acusado (entrevistado en
nuestro caso) reconozca la autoría de la muerte de Manolete. ¿Y no le pasó
nada? ¿Pero no había escuchado antes un ruido? En las obras que se venían
realizando, ¿se derribaron paredes de carga, columnas o vigas? ¿No hubo escape
de gas?
Existen en la
actualidad más líneas de teléfono móvil que habitantes. Si al número total de
españoles (incluyan por ahora a los catalanes) le quitamos a mis tres nietos y
al abuelo –ya somos cuatro– amén de la mayoría de escolares de la etapa
infantil (ya en primaria va a ser que no), nos encontramos con que muchos
individuos disponen de varios artefactos. Uno será por si lo llaman cuando esté
filmando un derrumbe (con el otro).
Yo estoy
envenenado con estos hechos. Tanto que me olvidé de mencionar a mi muy querido
ministro de la Gran Canaria.
El que no sabe nada. Ni siquiera lo que firma. Ni en qué lugar tiene
domiciliadas las empresas. Además, no comprendo cómo los populares realejeros,
tan dados a las apariciones mediáticas, no han salido en masa a defender al
superior jerárquico. A lo mejor cuando leas este artículo el panorama habrá
cambiado. Cuánta tinta ha derramado el enésimo caso.
Oscurece
cuando termino de redactar estas líneas. A esta hora, Soria sigue sin dimitir,
pero parece que está a punto de ahogarse en su penúltima contradicción o
mentira. En Los Cristianos se sigue trabajando. Y los presagios se van
cumpliendo. Tristemente. Por aquellas bandas del Sur los móviles persisten en
la caza y captura. Cuando baje a desayunar, la tele canaria me pondrá al día.
Es especialista en mostrar secuencias capturadas en Facebook.
Se avecina
otro fin de semana chungo. Dicen que los sobresaltos de la vida te hacen más
fuerte. Con mis excusas y mis respetos: una mierda.
A pesar de
todo, intenten ser felices. Volvemos el lunes. Mil gracias por seguir ahí.
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